El astronauta

Tenía una frase muy buena, ahí, en la comisura de los labios, que de repente se me voló al restallar la lengua, con un chasquido de decepción, el vigésimo séptimo, o el vigésimo octavo, y ahora no recuerdo ni siquiera sobre qué parcela de la vida iba yo a opinar.
Y sonó otro chasquido, esta vez del fuselaje, que precedió a la luz de vuelta, pero no de la idea, sino de una alarma de mi panel de control, que no sé qué significa, porque es la primera vez que me voy tan lejos para no volver.
“Lejos de qué ”, me nace de un recoveco, si yo siempre me aproximo a un norte, que no cesa de acoplarse al horizonte. Y que no suena el chasquido por irme tan lejos, o no aparece el pilotillo iluminado por la distancia; yo creo que saben, y me avisan, que no aguantarán otra vuelta de órbita, que esta vez es la que es, con la que tanto me amenacé a mí mismo: la de expiar más allá de los confines conocidos de mis dudas, arrancado de la tierra de los hombres timoratos que pude haber interpretado.
Ya no hay viaje de vuelta; no habrá combustible de sobra para explorar y arrepentirse. Porque igual que las señales indican, el piloto soy yo, y capitán como tal, y o decido navegar el tiempo, o la dimensión de la arena me pasará por encima.
No estoy dar para lecciones a nadie. No llevo mapa, porque ese es un invento que no sirve; que en el momento en que se termina, el instante en que envejece para enmarcarse, dejó de servir. Dejó de estar actualizado, porque cambia el mapa de las estrellas que quiero controlar; que se van moviendo y orbitando en base a vete a saber tú que razones propias, que yo no sé si se toman demasiado a pecho la influencia de su gravedad.
Y como no me sirve el mapa porque no hay una verdad inmóvil en mi bóveda celeste, me debo a la brújula. Bicho imantado y traicionero, que unas veces se apega de las fuerzas nobles y otra tilila, porque un dolor pasado la ha hecho vibrar.
Quiero pensar que he descubierto sus fallas, y que más o menos calibro lo que ella me dice al girar. Que me conozco, y que si tengo que sufrir en el viraje, pues lo sufro. Hasta que dejo de sufrir. Hasta que veo la lección que yo mismo me quería enseñar.
Me dio pena el momento del equipaje. La cremallera se cierra de otra manera, con otro eco, cuando sabe que no volverá a abrirse en ese lugar. Más pena me dio no querer utilizar el mismo cronómetro del resto, de mis acompañantes, de los pasajeros de mi alma. Pero más pena aún nació al pensar la alternativa de vivir una vida que no era mía. Una vida conforme con el miedo, de solo querer volar para aterrizar en círculos; una vida simulada con el mismo trecho de control, y de luces de gálibo que son muletas y no aire para las alas.
Me dio pena el yo del universo paralelo que no llegó a soltar su casa; que por vivir cerca de los cimientos, perdió el tiempo que le esperaba.
Y aquí reclinado, con los airbags y las medidas de seguridad, de centímetros de aleación de acero que me separan de la muerte instantánea; por el frío del espacio, por la indiferencia de la nada (porque si uno grita ahí fuera, grita para dentro), me guía la aguja que solo señala el Norte. Y yo tampoco no sé si sé. Si estoy siendo o pretendo ir viendo si lo que soy, es. Si eso que no me hace mal, que crece mejor, porque la clorofila no se ve así de un vistazo. Y la pega de esto es que solo se observa la altura nueva si uno se movió; que si el cuerpo se apega a un sitio, ansiando más, obteniendo lo mismo de una tierra seca, carece de la perspectiva del paralaje: de la comparación de luces que revela si creció o simplemente se limitó a acostumbrar.
Y yo, egocéntrico de mis versiones, para ver si sí, he de compararme con el individuo que estabas siendo, pero para ello primero he de despegar, que si no late de emoción, la sangre de mis venas coagula, y cristaliza, expandiéndose por el éter como un rocío de derrota.
Qué terrible pena que el hombre del futuro se vea como el hombre del pasado. Que terrible pena no añorar, ni echar de menos. Qué terrible pena no mudar los apellidos, y la lengua, y la piel, porque no se creció, porque no nos atrevimos a injertar un mundo nuevo para arreglar lo sórdido de lo que ahora le hace pesar.
Aquí en la nave no siento que vaya a volar por volar. No sé el qué, pero hay algo. Y no sé el qué, porque depende de cómo se mire, las condiciones no son favorables nunca; que siempre está esa bruma delante, que difumina y distorsiona las luces, y le hace poner la mano a uno en la frente, como parando la incertidumbre y el miedo a demasiada luz, a la del ferrocarril de otro cuerpo celeste que te podría arrollar, o encadenar a su órbita.
“Pero si todo son órbitas”, me digo. “Por qué cojones no iba a querer yo orbitar”. Que decía Borges sobre los límites del laberinto, que ni tan mal: que mejor que un desierto sin fronteras, donde no hay más que infinitud sin referencias. Así que mira, miren, orbito a una nueva gravedad. Que ya hay mensajes en la botella, hasta en el espacio, para saber si mis cimientos, si mis quereres y acompañantes siguen bien, mientras yo deshago la vieja piel por explorar. O exploro para crecer. Para saber qué quiero, para dibujar mi mapa momentáneo; para hollar mi brújula rara que quiere querer, y que duda en dudar. Pero qué dolor perder por miedo a fallar. Qué dolor perder la vida, que dura milisegundos a los ojos de los celestes. Qué pavor no cerrar la escotilla.
Ojalá una casa móvil, peregrina de sí misma. Ojalá un nómada en barbecho. Ojalá todos a una, a la de ganar. Ojalá reírse de los choques frontales, y los desvíos perdidos, y la falta de cobertura. Porque hay veces que lo que se aprende es que no hay nada que aprender de tal golpe; que al final los cuerpos obedecen a la física, y cuánto más se atraigan, más gravedad, y más fuerte puede ser el choque. Pero el universo es ancho, y los deseos rebotan. Se expanden con él, hasta encontrarse de nuevo.
Ojalá aprender hasta de la ausencia de duda.
Así que empecé por los pies: extremos donde ahondaba en el pasado, en la raíz, en el germen. Por donde se traducen las vibraciones del suelo, como si fueran a arruinar el proceso. Pues me arruiné todas las veces, para observar lo que había en el fondo. «Invertir en la pérdida«. Y que soy de ritmo allegro, con vistas a dejar a la orquesta sudando.
He ganado y pierdo. Pierdo por ganar. No sé agachar la cabeza frente a la cumbre.
Nunca encontré dónde anidar, hasta ahora.
Hace un año cargué el coche, y aquí estoy. Perdiendo. Ganando. Feliz.